Por impresionantes que pudieron haber sido las conquistas de los jinetes mongoles en todo lo largo y ancho de esa enorme masa de tierra que es Asia Central, los retos a los que debieron enfrentarse en los límites de su gran imperio fueron cada vez mayores. Entre los reveses sufridos, ninguna expedición sufrió un castigo tan severo como los intentos de conquista de Japón del nieto de Gengis Kan, Kublai Kan.
Los objetivos estratégicos que perseguía Kublai Kan con su primera invasión de Japón (1274) son cuando menos oscuros, así como las motivaciones que escondía su deseo de involucrar a Japón por la fuerza en el amplio contexto de la política de Extremo Oriente. Su plan táctico, sin embargo, es claro: la flota invasora atacaría primero las islas de Tsushima e Iki, salvaguardando así sus líneas de comunicaciones, para luego realizar el desembarco en tierra firme en Kyushu, en la bahía de Hakata. Los planes japoneses, fundamentados por informes de inteligencia fiables, consistían en hacer frente a todos los ataques por medio de contingentes locales de samuráis que ascenderían a 4000-6000 hombres. Las estimaciones de combatientes japoneses que dan las fuentes mongolas son muy diferentes ya que, en parte como forma de justificar la derrota de 1274, el Yuan Shi nos ofrece la increíble cifra de 102 000 defensores.
La primera de las invasiones mongolas de Japón (1274)
La flota invasora zarpó de Corea el 2 de noviembre de 1274 rumbo a Tsushima, donde 8000 mongoles, transportados en 900 naves, desembarcaron en dos puntos diferentes. Coincidiendo con el avance mongol, misteriosamente se desató un incendio en el templo de Hachiman de la isla. El fuego se consiguió extinguir de forma rápida, y el incidente se salvó de ser un mal augurio cuando al gobernador So Sukekuni le llegaron noticias de que una bandada de palomas blancas había sido avistada anidando en el tejado del tempo. La paloma era el mensajero de Hachiman, por lo que se interpretó que el dios de la guerra había incendiado su propio templo como advertencia y no como presagio de fatalidad. Las tropas de So Sukekuni, que consistían en 80 samuráis a caballo y sus seguidores, se enzarzaron en cruentos combates con los invasores desde las 4 de la tarde en adelante.
Por primera vez, japoneses y mongoles enfrentarían sus diametralmente opuestas tácticas en batalla. Muchos mongoles, cuyas filas se habían visto desordenadas por una arboleda, perecieron bajo las certeras flechas de Sukekuni y los samuráis bajo su mando. Saito Sukesada, uno de los seguidores más cercanos de Sukekuni, destacó especialmente en la batalla, acabando con, al menos, un oficial mongol de alto rango. Sin embargo, el valeroso Sukesuda terminó viéndose aislado de sus camaradas y, tras un duro combate en el que quebró su espada, encontró su fin al ser impactado primero por una piedra –probablemente arrojada por una catapulta enemiga– y luego por una lluvia de flechas, tres de las cuales se clavaron en su pecho. En medio de la lucha, dos hombres tomaron una barca y consiguieron escabullirse a través de la flota mongola para llevar a tierra un mensaje: la guerra había comenzando.
La victoria mongola fue total. Tras prender fuego a los edificios que encontraron a su paso y masacrar a la mayoría de los habitantes, a las 4 de la tarde del 13 de noviembre los mongoles abandonaron la devastada Tsushima rumbo a una isla mucho más pequeña, Iki. En este caso la defensa había sido delegada en Taira Kagetaka, que operaba desde su base en Hinotsume. El “castillo” de Hinotsume, que nada tendría que ver con las poderosas fortalezas de piedra del Japón posterior, no sería más que una elaborada empalizada con torres de vigilancia y puertas fortificadas, aunque lo suficientemente fiable como para que Kagetaka confiara a su protección a las esposas y familias de los samuráis que partieron con él a enfrentarse a los invasores en la playa.
Al igual que ocurrió en Tsushima, los defensores de Iki fueron recibidos por intensas lluvias de flechas, disparadas con el atronador acompañamiento de los tambores y gongs mongoles. Los samuráis de Iki combatieron hasta la extenuación, y cuando cayó la noche los mongoles se retiraron a descansar a sus naves. Sin embargo, a la mañana siguiente el castillo fue rodeado por un enorme ejército mongol, desplegado bajo numerosas banderas rojas. Desesperadas, las mujeres de la guarnición se unieron a la defensa.
Cuando una de las puertas de Hinotsume fue franqueada por los mongoles, y se agotaron las esperanzas de recibir ayuda por mar, Taira Kagetaka se preparó para liderar a sus hombres en una carga final. Sin embargo, cuando se aproximaron a la puerta con sus arcos tensados se toparon con un escudo humano formado por decenas de sus compatriotas, que habían sido amarrados los unos a los otros por cuerdas insertadas a través de agujeros en sus manos. Abandonando sus arcos y flechas, los samuráis desenvainaron sus espadas y se arrojaron sobre la horda mongola. Pronto fueron superados y, ante la certidumbre de la derrota, Kagetaka se retiró al interior del castillo para suicidarse junto con su familia. Doblegada la resistencia, Iki fue arrasada. La flota mongola partió entonces hacia Kyushu, aunque no sin antes colgar de sus manos agujereadas a algunos desdichados prisioneros en las proas de las naves.
Los defensores de tierra firme ya estaban bajo alerta por las noticias que llegaban de Tsushima e Iki. Los samuráis allí enviados por orden del shogunato de Kamakura para hacer frente al asalto mongol habían previsto que el lugar más propicio para un desembarco enemigo en Dazaifu sería la resguardada costa de la bahía de Hakata, desde donde, una vez establecida una cabeza de playa, la cercana sede del gobierno regional estaría al alcance de la mano. Los dos comandantes a cargo de la defensa fueron Shoni Kagesuke y Shimazu Hisatsune, que tomó posiciones en las inmediaciones del templo de Hakozaki Hachiman.
Destacamentos mongoles desembarcaron en el área occidental de la bahía, desde donde planearon marchar hacia el este a lo largo de la costa para tomar Hakata antes de internarse tierra adentro, a lo largo de un valle, hacia Dazaifu. Todas las fuentes disponibles sugieren que el combate fue iniciado por los mongoles, provocando confusión entre los defensores por lo poco familiarizados que estaban con sus tácticas: la manera en que los soldados mongoles marchaban a pie en grupos grandes y comparativamente densos, protegidos por escudos, dirigidos por tambores de guerra y rodeados de mucho ruido, incluido el empleo de bombas explosivas, exigió una profunda revisión de las técnicas de combate tradicionales japonesas. Los reducidos grupos de combatientes en que operaban los japoneses no podían esperar asaltar las formaciones enemigas y volver con vida, aunque algunos lo intentaron. Peor aún, la tradición samurái de seleccionar un oponente digno de tu flecha se vio severamente restringida, y el puñado de gloriosos relatos sobre disparos certeros individuales que tuvieron lugar durante la batalla deben ser vistos como la excepción y no la regla.
El combate que se desarrolló en las 24 horas siguientes fue encarnizado, aunque aparentemente breve y descoordinado. En poco más de un día los mongoles establecieron una cabeza de playa, avanzaron hacia Dazaifu… y desaparecieron completamente. En la crónica Hachiman Gudokun podemos leer:
«Los mongoles desembarcaron de sus naves, montaron en sus caballos, empuñaron sus estandartes y comenzaron el ataque. El nieto del comandante en jefe japonés, Shoni Nyūdo Sukeyoshi, que apenas tenía doce o trece años, disparó una flecha de punta pequeña como señal [del comienzo de la batalla], ante lo que los mongoles estallaron en carcajadas e hicieron sonar grandes tambores, tañeron sus gongs y en ocasiones arrojaron bombas hechas de hierro y papel. Los caballos japoneses estaban tan asustados por aquel estruendo que no podían ser controlados, por lo que nadie pudo hacer frente al enemigo. Las puntas de las cortas flechas de los mongoles estaban untadas con veneno, cuyo efecto doblegó a algunos [de los nuestros]. Diez mil hombres [mongoles] en total dispararon sus flechas, que caían como la lluvia […] siempre que los soldados mongoles retrocedían, disparaban bombas y hacían ruidos, cuyo sonido nos sorprendía y causaba desorden».
De este relato se desprenden varios puntos a considerar, comenzando por el ridículo protagonizado por el joven Shoni Kagetoki cuando “oficialmente” dio por comenzada la batalla. Los mongoles, tras haber experimentado las tácticas japonesas (ataques en pequeños grupos, orientación individualizada del combate) en Tsushima e Iki, y haber conseguido aplastantes victorias en ambos casos, podían permitirse el lujo de ser despectivos con las formalidades japonesas. Hakata también parece haber sido el primer sitio donde fueron utilizadas bombas explosivas que, ya envueltas en papel o en una carcasa de hierro, causaron pavor entre hombres y caballos, aunque más por el tronar de las detonaciones, unido al estruendo de gongs y tambores, que por el daño real que pudieron causar las explosiones. El compilador del Hachiman Gudokun se muestra igualmente impresionado por el control ejercido sobre el ejército mongol por los generales a través de tambores y gongs. En Japón no se había visto nada comparable a las tácticas de la infantería mongola desde el abandono siglos atrás de los ejércitos de infantería de estilo chino, y la organización en escuadras divididas por tipos de armas no hará su reaparición en la guerra en Japón hasta varios siglos después. El empleo de flechas envenenadas es otra innovación digna de ser resaltada, y también debemos tener en cuenta la mención de que muchos combatientes mongoles montaban a caballo, como corresponde a su herencia esteparia.
Sin embargo, a pesar de esta demostración de superioridad, los mongoles retiraron sus fuerzas al día siguiente. Aunque, por descontado, los japoneses proclamaron que los habían rechazado, es más probable que la primera de las invasiones mongolas de Japón se tratara de una operación de reconocimiento y tanteo: el terreno había sido inspeccionado y la capacidad combativa de los samuráis puesta a prueba. Con esta vital información a su disposición, Kublai Kan pudo preparar una segunda visita con la que esperaba capturar Japón para sí.
La segunda de las invasiones mongolas de Japón (1281)
Los planes del Kan para la invasión de 1281 bebían de la experiencia de 1274, en especial en cuanto a la necesidad de “pacificar” Tsushima e Iki antes de intentar desembarcar en Hakata y a la feroz resistencia con que se habían encontrado en esos tres teatros de operaciones. La principal diferencia entre ambas invasiones fue la mucha mayor escala de la segunda y la intención de establecer una ocupación permanente de Japón, evidenciado por el hecho del transporte en los barcos mongoles de aperos de labranza. Los recursos militares y navales de la dinastía Song de China se encontraban ahora totalmente bajo control mongol, lo que permitió a Kublai Kan lanzar su enorme ejército en un ataque doble lanzado desde Corea y el sur de China. Esta fuerza se vio además incrementada por muy diversas vías, como el reclutamiento de condenados a muerte, que podían conmutar su pena alistándose en el ejército de invasión. Incluso aquellos de luto por la muerte de sus padres –algo muy serio en la China del momento– debían volver a las armas pasados 50 días.
Por su parte, los japoneses depositaron casi toda su confianza en un muro de piedra erigido durante el tiempo de paz a lo largo de la costa de la bahía de Hakata, mientras que Tsushima e Iki serían abandonadas a su suerte. Cuando el vasto ejército mongol alcanzó por fin la costa, el muro defensivo demostró haber sido una sabia inversión. Tan pronto como algunas embarcaciones mongolas desembarcaron hombres y catapultas, cayeron sobre ellos andanadas de flechas disparadas desde el muro tanto por arqueros a pie como por samuráis a caballo, que cabalgaban sus monturas en la pendiente trasera a la línea defensiva. El número de bajas entre los invasores no debió de ser elevado, pero les fue imposible establecer una cabeza de playa.
Incapaces de desembarcar, en su lugar los mongoles tomaron posesión de las dos islas de Shigashima y Nokoshima, en la bahía. Desde allí y desde sus propios barcos se dispusieron a lanzar incursiones contra Hakata, pero en su lugar se vieron atacados por los japoneses. La isla de Shiga estaba conectada con tierra firme a través de una franja de arena, que los samuráis emplearon para sorprender a sus enemigos. Además se lanzaron ataques, frecuentemente nocturnos, desde pequeñas embarcaciones, cuyos mástiles, fijados a un eje en el medio de la cubierta para que pudieran ser abatidos, en ocasiones eran inclinados hacia delante para ser utilizados como un puente improvisado por el que trepar a los barcos mongoles. También se usaron garfios para mantener aferrados los flancos de las naves enemigas e incluso existen menciones a samuráis que alcanzaron las embarcaciones mongolas a nado.
Entre los relatos de estos ataques encontramos uno referido a Kusano Jiro que aparece en el Hachiman Gudokun. Jiro lideró un ataque nocturno sobre un barco mongol que había quedado aislado, en medio de una lluvia de proyectiles de lo que el Hachiman Gudokun llama ishiyumi (literalmente “arcos de piedras”), probablemente ballestas de asedio chinas modificadas para disparar proyectiles de piedra, en una trayectoria baja, en vez de virotes. El mástil de la embarcación de Kusano Jiro se empleó como plataforma de abordaje, tras lo que tuvo lugar un encarnizado combate en el que los japoneses consiguieron prender fuego al barco mongol y regresar con 21 cabezas enemigas.
De esta forma, el ataque sobre Hakata fue rechazado, pero para su espanto los japoneses pronto descubrieron que este ejército representaba solo una pequeña parte de la enorme armada mongola que se dirigía hacia Japón. A comienzos del séptimo mes lunar la gran flota de la ya pacificada dinastía Song del sur del Yangtsé, que según las fuentes se componía de 100 000 hombres a bordo de 3500 embarcaciones, comenzó a llegar a aguas japonesas a lo largo de un área muy amplia. Enseguida se establecieron contactos con la flota que había zarpado de Corea, y que había regresado a Iki, y comenzó el complicado proceso de reordenamiento de las dos flotas combinadas, proceso que culminó a finales de dicho mes, cuando las flotas se pusieron de nuevo en marcha hacia su siguiente objetivo, la isla de Takashima, muy al oeste del muro de piedra que defendía Hakata y próxima a la bahía de Imari, en el área de Matsuura.
Los japoneses optaron por centrar de nuevo su estrategia en los ataques a bordo de pequeñas embarcaciones que tan buen resultado les habían dado, y el 12 de agosto lanzaron una primera ofensiva en las inmediaciones de Takashima, donde tuvo lugar una encarnizada batalla naval que se prolongó durante toda la noche. Desgraciadamente no disponemos de los detalles, pero esta operación pudo haber sido una repetición de los ataques de Hakata aunque a mucha mayor escala. Sin embargo, el resultado fue el mismo, los mongoles fueron incapaces de desembarcar en Takashima y quedaron confinados en sus barcos, lo que será un factor determinante en el resultado final: por mucho valor que hubieran demostrado los samuráis, la imagen que ha pervivido de las invasiones mongolas de Japón es la de la bahía de Imari cubierta por cientos de barcos naufragados como resultado de un tifón llamado kamikaze (“viento divino”).
El hecho de que un tifón azotó a la flota mongola es indiscutible. Mientras los barcos permanecían anclados entre la isla de Takashima y Kyushu, en Matsuura, se levantó un viento tremendo. Los barcos cercanos a la costa chocaron los unos con los otros y se vieron arrastrados por las sogas de protección con que estaban unidos. Las olas barrieron las cubiertas y muchos hombres perecieron ahogados, ya que era imposible rescatar a los supervivientes. Algunos barcos se hundieron, otros se estrellaron contra las rocas o encallaron. Los que se encontraban en aguas más profundas cortaron las amarras de sus anclas y trataron de aguantar el temporal.
Existe cierta disputa en cuanto a las pérdidas reales de vidas humanas, aunque parece lógico pensar que debieron ser enormes. Sin embargo la destrucción de la flota fue un factor más determinante a la hora de abandonar la invasión que las pérdidas humanas. Una fuente coreana, bastante precisa en cuanto a las pérdidas entre sus compatriotas, señala que de los 26 989 hombres que partieron con el Ejército de la Ruta del Este, 7592 no regresaron, cifra de bajas que, incluyendo muertos, prisioneros y desaparecidos, alcanzaría el 30%. Las fuentes chinas y mongolas son menos precisas, pero manejan un índice de bajas de entre el 60 y el 90%. Otra evidencia enormemente explícita sobre la magnitud de la debacle es el comportamiento de los líderes de la expedición, que decidieron reagrupar lo que quedaba de la flota invasora y poner rumbo de vuelta a China y Corea, dejando atrás a miles, si no decenas de miles, de soldados y marinos que se encontraban a la deriva sobre pedazos de madera o que habían sido arrastrados a las costas de la península de Matsuura o a la propia Takashima. Los japoneses inmediatamente rodearon a los supervivientes y los masacraron. Tras semejante devastación, la segunda de las invasiones mongolas de Japón tocó a su dramático fin.
El mito del kamikaze
Cuando las buenas nuevas se propagaron entre los cortesanos de Kyoto, la victoria fue interpretada como un signo de intervención divina, una percepción que no hizo sino crecer con el tiempo. El kamikaze había soplado, y esto se convirtió en motivo de orgullo ya que la época de las invasiones mongolas se empezó a ver como un periodo único en la historia de Japón en el que todos, desde el emperador hasta el último japonés, estuvieron unidos con el objetivo común de hacer frente a la amenaza extranjera. A pesar de lo enraizado de esta idea, máxima expresión del mito de las invasiones mongolas, la verdad es que esta crisis nacional fracasó estrepitosamente a la hora de unir a Japón en pos de un objetivo común, y en el siguiente medio siglo la familia Hojo, que había gobernado en tiempos de las invasiones, fue derrotada y desalojada del poder.
Sin embargo, el carácter mitológico de las invasiones mongolas de Japón no paró de crecer con el tiempo. Es significativo que en las obras literarias de los siglos posteriores aparezca cada vez con mayor profusión la expresión shinkoku (“tierra de los dioses”) para referirse a Japón, una tierra excepcionalmente salvaguardada. De forma paralela comenzó a desarrollarse una cada vez mayor polarización entre la percepción que se tenía del guerrero japonés y los demonizados extranjeros. En una fecha tan tardía como 1853, el año antes de que Japón abriera sus puertas al exterior tras tres siglos de aislamiento, se rezaban plegarias por la subyugación de los extranjeros cada vez que se avistaban barcos en aguas japonesas, plegarias basadas en maldiciones lanzadas contra los invasores mongoles 600 años antes. Finalmente, cuando en 1945 Japón se vio de nuevo amenazado por una invasión extranjera, la desesperada defensa protagonizada por los pilotos suicidas compartía tanto el espíritu como el nombre del kamikaze. Eran los herederos del “viento divino”, y no dudaron en inmolarse estrellando sus aviones sobre las cubiertas de los portaaviones norteamericanos con la vana esperanza de emular a sus ancestros, que habían logrado rechazar la terrible invasión mongola.
Bibliografía
- Conland, T. D. (2011): In Little Need of Divine Intervention: Takezaki Suenaga’s Scrolls of the Mongol Invasions of Japan, Cornell.
- Delgado, J. P. (2008): Khubilai Khan’s Lost Fleet: In Search of a Legendary Armada, McIntyre.
- Turnbull, S. (2010): The Mongol Invasions of Japan 1274 and 1281, Osprey.
El Dr. Stephen Turnbull es profesor de Religión Japonesa en la Universidad de Leeds y profesor visitante de Estudios Japoneses en la Universidad Internacional de Akita, en Japón. Es autor de más de setenta libros, en su mayoría sobre Japón y los samuráis.
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